Noticia29/10/2025

SEBASTIÁN MORA: “En estos tiempos líquidos, necesitamos personas sólidas»

Sebastián Mora ha sido secretario general de Cáritas Española durante ocho años (2009-2017)

El malagueño Sebastián Mora, profesor de la Universidad Pontificia Comillas, ofrecerá el próximo sábado, 15 de noviembre, la ponencia central de la Jornada de Formación de Pastoral Social invitando a mirar la vulnerabilidad como lugar de encuentro con Dios y con el otro.

Mora es doctor en sociología por la Universidad de Zaragoza, licenciado en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas y Máster en Doctrina Social de la Iglesia por la Universidad Pontificia de Salamanca. 

ENTREVISTA 

¿Qué le sugiere el vínculo entre esperanza y fragilidad en el contexto actual?

Creo que la primera reflexión que surge es que buscar esa conexión entre fragilidad y esperanza es algo absolutamente contracultural. Es un discurso que, fuera de la perspectiva cristiana, muy poca gente escucharía. Porque cuando hablamos de cambio social, de progreso, siempre pensamos en líderes, grandes expertos, políticos influyentes o millonarios. Es decir, de alguna manera, asociamos el cambio y la transformación social a lo contrario de la fragilidad: a la fortaleza, ya sea económica, intelectual o política.

Debemos tener muy presente que, en primer lugar, se trata de un hecho absolutamente contracultural. Y lo es desde el inicio del cristianismo. Dios murió crucificado y, de alguna forma, para los ojos del mundo fue un fracasado. Y desde esa cruz es donde surge la resurrección.

Creo que esto también nos exige una mirada distinta: cambiar la mirada, cambiar la escucha, cambiar el análisis de la realidad. Vivimos en una sociedad con tanto ruido que no nos permitimos escuchar los balbuceos que surgen de los caminos de la exclusión, de la fragilidad. Y eso nos implica mirar de otra manera.

También nos exige cambiar nuestros parámetros sobre lo que realmente buscamos y consideramos positivo. En nuestra acción sociocaritativa, seguimos pensando que el único cometido es que las personas en exclusión se conviertan en seres iguales a quienes los excluyen. Seguimos asociando el éxito con tener un trabajo, con mirar para sí, con acumular.

Sin embargo, este vínculo entre esperanza y fragilidad nos invita a preguntarnos qué le pedimos realmente a la sociedad esperanzada. ¿Le pedimos que sea distinta o que sea igual a la que excluye a millones de seres humanos? Por eso, debemos reconocer ese hecho contracultural, cambiar la mirada y definir cuál es nuestra sociedad ideal. Muchas veces no logramos encontrar la esperanza en la fragilidad porque lo que deseamos es más de lo que tenemos, o más de lo mismo.

A menudo confundimos la esperanza con el deseo de que las cosas mejoren. ¿Cómo podemos cultivar una esperanza que no se reduzca al optimismo individual?

En los últimos años ha habido un gran desarrollo de la llamada psicología positiva, que de alguna manera afirmaba que, si eres optimista, cambias el mundo. Hemos vivido dramáticamente bajo esa corriente, que se ha vuelto casi totalitaria.

Se nos ha obligado a ser optimistas. Y quienes no lo eran quedaban fuera del relato. Además, hemos otorgado al optimismo un valor casi sagrado como motor de transformación social. Se ha dicho que una sociedad optimista sería una sociedad mejor. Sin embargo, la esperanza no encaja con ese tipo de optimismo. El optimismo, en primer lugar, es individualista. Es la confirmación de un deseo. Mientras que la esperanza es una transformación novedosa que no surge de nuestras fuerzas, sino que se descubre desde la fragilidad, desde las cunetas de la historia.

Por eso, no debemos confundir optimismo con esperanza. Es más, muchas conductas o visiones del mundo basadas en un optimismo casi sagrado se convierten en un optimismo cruel. Porque al final, esa obligación de ser optimista y feliz puede significar no mirar todos los llantos que hay en la historia, todas las expulsiones que hay en la historia. Y es precisamente desde ahí, desde donde surge la esperanza.

¿Qué papel juega la comunidad en el sostenimiento de la esperanza en tiempos difíciles?

Me atrevería a hacer una afirmación muy contundente: sin una comunidad esperanzada, no somos capaces de construir la esperanza.

La esperanza no es una valencia individual. Decía Benedicto XVI (en Spe Salvi,16) su encíclica sobre la esperanza: ¿Cómo ha podido desarrollarse la idea de que el mensaje de Jesús es estrictamente individualista y dirigido sólo al individuo? ¿Cómo se ha llegado a interpretar la «salvación del alma» como huida de la responsabilidad respecto a las cosas en su conjunto y, por consiguiente, a considerar el programa del cristianismo como búsqueda egoísta de la salvación que se niega a servir a los demás?

Hemos construido una teología muy individualista, una teología de la salvación centrada en el yo. Sin embargo, la teología cristiana, en esencia, es una comunidad puesta en marcha a la escucha de su Dios. La esperanza, como virtud teologal, no puede ser otra cosa que la escucha de una comunidad a lo que su Dios le va abriendo, diciendo y ofreciendo.

La comunidad significa sostenimiento, creatividad, transformación e inclusividad. Y estos son elementos básicos para la esperanza. La fe, la esperanza y la caridad no son atributos personales. La esperanza, como virtud teologal, requiere de esa comunidad que nos sostenga, que nos aliente, que nos haga creativos, innovadores y, de alguna forma, valientes para la transformación social.

En medio de la exclusión surgen gestos que iluminan. ¿Qué signos concretos de esperanza han encontrado en situaciones de vulnerabilidad?

Podríamos distinguir entre gestos que surgen de personas que se comprometen y se solidarizan con quienes están en exclusión, y luces que brotan de las propias personas excluidas en su lucha por salir adelante.

A veces solo ponemos el foco en lo que hacemos nosotros, los agentes sociocaritativos, como símbolo de que algo puede estar cambiando, y olvidamos que las personas en exclusión también generan signos muy significativos que nos muestran la esperanza y el rostro de Dios.

Basta con mirar los miles de acciones que realizamos desde la Iglesia y otras organizaciones comprometidas con las personas vulnerables.

Gestos que van desde compartir fraternalmente la casa, el dinero o el tiempo, hasta el voluntariado. Gestos que surgen de niños que cambian su rutina, de comunidades parroquiales, religiosas, o incluso de personas no creyentes que quieren cambiar el mundo. Hay infinidad de luces.

Son los pequeños fueguitos que mencionaba Galeano: no quitan el hambre, pero nos permiten ver que el hambre es confrontable, que se puede cambiar. También hay miles de gestos de personas en exclusión que se solidarizan con otras. Personas que se quitan el pan de la boca para compartirlo.

Personas que, en situaciones difíciles, son donantes de Cáritas. Que, en medio de la exclusión más dura, no dejan de tender la mano. Personas que ayudan a voluntarios desde su fe sencilla. Personas que son agentes de pastoral porque siguen creyendo en la esperanza en medio del infierno.

Esa infinidad de gestos no transforma totalmente la realidad, pero nos permite ver que la realidad es transformable. Que si hay cosas pequeñas que se pueden cambiar, también hay estructuras que podemos transformar.

¿Cómo podemos integrar la dimensión espiritual en la acción social sin perder rigor en el acompañamiento y la intervención social?

Uno de los grandes retos de la acción sociocaritativa es lograr una acción unificada. En términos ignacianos, diríamos: cómo lograr ser contemplativos en la acción o activos en la contemplación.

Hemos creado casi dos tipos de personas: quienes se dedican a lo contemplativo y quienes se dedican a la acción. Una nueva referencia a las Martas y Marías del siglo XXI.

Parece que quienes trabajamos en la acción sociocaritativa debemos centrarnos en la doctrina social, en los proyectos, en el trabajo en Cáritas parroquiales. Y, por otro lado, hay quienes cultivan la espiritualidad, hacen retiros, acompañan desde otro lugar.

El gran reto es entender que no hay acción sociocaritativa verdadera sin una dimensión contemplativa. Y que no hay una espiritualidad auténtica sin una acción que le dé dinamismo y fruto.

La esperanza, especialmente en contextos difíciles, de sufrimiento y dolor, solo tiene una valencia positiva si se vive con una espiritualidad sólida. Una espiritualidad que no nos evada del mundo, sino que nos introduzca más profundamente en él. Una espiritualidad que no huya del dolor, sino que lo abrace para transformarlo.

En estos tiempos líquidos, necesitamos personas sólidas. Y esa solidez viene de una espiritualidad profunda, sana y cristiana: una espiritualidad encarnada, no evasiva.

Por tanto, no es que algunas personas necesiten espiritualidad para la acción sociocaritativa. Es que, sin una espiritualidad sólida, esa acción  pierde su peso. Y sin acción sociocaritativa, la espiritualidad se vuelve evasiva.

Por eso, en contextos de desesperanza, cuando estamos llamados a vivir la esperanza, la invitación es clara: cultivar una contemplación en la acción y una acción contemplativa.